En el siglo XIX un gran invento cambió el mundo y la vida de las personas: el ferrocarril.
Mucha riqueza llevó a pueblos y ciudades. Muchas tareas ignoradas fueron la fuente de una vida mejor, una vida digna.
Entre los puestos creados el más arriesgado y más prestigioso era el de maquinista. El maquinista conducía aquellas máquinas en la que tanto el maquinista como el fogonero pasaban frío en el invierno. Mucho calor en verano además del fogón echando fuego. La lluvia, incluso, se colaba en el interior de la fogosa máquina mojando a los trabajadores. Interminables noches. Interminables kilómetros de serpenteantes vías. Terribles nevadas, tremendas escarchas y el maquinista en su puesto y el fogonero en el suyo lanzando paladas de carbón al fogón, para que el convoy nunca se parara en medio de la nada. La responsabilidad del maquinista era equiparable a su rango: de él dependía la vida de sus viajeros. Aquel prestigio y aquella responsabilidad era recompensado con un buen sueldo. Un sueldo que muchos envidiaban. Días tardaban en hacer su trayecto. Y días tardaban en hacer el viaje de vuelta.
Mientras, la familia estaba sola en su casa. La madre ejercía de madre y de padre. A veces había problemas, enfermedades, rebeldía, y la madre no siempre estaba preparada para afrontar las circunstancias. Todo se olvidaba cuando el padre, el maquinista, llegaba a casa para disfrutar de su descanso merecido. Los problemas se dejaban de lado. Sólo cuando el padre hubiera vuelto a su máquina de vapor aflorarían... y él, de esto, nada sabía.
Era una noche oscura. El aire traía olor a tierra mojada. Se barruntaba que la lluvia iba a caer pronto, lo avisaban los negros nubarrones que, poco a poco, iban tomando posición en el cielo, sobre el pueblo. Sería mejor refugiarse en casa.
De una casa sale un niño corriendo. Lleva bajo en el brazo una tela, un paño. Se detiene ante una casa y golpea con la aldaba de la puerta.
- Ya va. Ya vaa -responde desde dentro la bronca voz de una mujer anciana-. - Hola Ricardito. Pero a dónde vas con este tiempo, con la tormenta encima...
- Ha dicho mi madre que me de lo de mi padre, doña Julia. Que viene mañana de descanso.
- ¿Traes el dinero?
- No doña Julia. Mi madre no me ha dado nada.
- Pues le dices a tu madre que le cargo, a lo que ya me debe, un veinticinco por ciento más. ¿Lo has entendido Ricardito?
- Si señora. Yo se lo diré a mi madre.
- Y le vas a decir, además -levantando el tono de la voz doña Julia congestionada-, que la próxima vez venga ella... y si no viene... voy yo. Pero esto no puede seguir así. Anda hijo, vete a tu casa volando antes que te descargue el diluvio. Tu madre tiene un cuajoo…mira que mandarte a estas horas y con este tiempo… El niño envolvió el paquete que doña Julia le entregó. El pequeño, de unos diez años, corrió como un gamo y llegó a la casa cuando gruesas gotas salpicaban ya en la acera. La madre le esperaba con la puerta entreabierta. Inmediatamente se metió en la alcoba de matrimonio y extendió sobre la cama el contenido del envoltorio: una chaqueta azul marino de caballero confeccionada con tela de esas que traen de Inglaterra. Un pantalón del mismo color y tejido. Una camisa blanca. Una corbata de rayas a juego con la chaqueta. Unos zapatos negros de caballero. De piel. Lo mejor y lo más caro que había en la zapatería. De una en una fue llevando las prendas a la cocina para limpiarlas y plancharlas. Una vez colgadas en el armario parecían recién traídas de la sastrería.
El padre llegó a primera hora de la mañana, cuando la madre aún no se había levantado y estaba calentita la cama.
-Qué tal por aquí. ¿Alguna novedad?
- Pues no. Nada del otro mundo -contentó la esposa con toda tranquilidad. La esposa era una mujer muy guapa y muy moderna. Unos años más joven que su marido, vino con él de la gran ciudad donde hacía una vida relajada, sin carecer de nada. Siempre vestida y peinada a la moda, sin perderse ningún espectáculo, y sin responsabilidad alguna su vida era de película. Y es que últimamente, cuando él la conoció, había dejado los bailes y se había cambiado al cine. No se perdía ningún estreno. Cuando llegó al pueblo, temía morirse de aburrimiento por falta de diversiones pero su mal humor cambió al enterarse de que en aquel pueblo había cine, una bonita sala de teatro- cine. La única en kilómetros a la redonda.
- Nunca ocurre nada. Parece que el pueblo estuviera muerto –prosiguió el esposo.
- No hombre, qué cosas se te ocurren. Lo que pasa es que la gente del pueblo es buena, no tienen maldad. Por eso, el pueblo es una balsa de aceite.
- Será así -dijo el marido un tanto incrédulo-. O es que no me lo cuentas así.
- Ricardo. Qué quieres que te cuente. Ricardito va a la escuela. Angelina a corte y confección por la maña y por las tardes a bordar su ajuar. Yo en la casa. Qué otra cosa esperas...
- No espero nada. Me alegro de que las cosas sean así.
En la cocina, la habitación más caliente de la casa, la esposa llenó la bañera con agua que, cubo a cubo, había calentado en la chimenea. Llamó al marido para que se pudiera bañar tranquilamente antes de que llegara la hora de comer y volvieran los niños. En realidad, un sólo niño. Angelina, con sus diez y seis años, era ya una mujercita, una jovencita muy bella. Se parecía al padre en sus ojos azules y su pelo rubio recogido en largas trenzas con las que hacía un moño sobre las orejas, como todas las chicas de su edad. Se adivinaba que iba a ser una mujer rotunda y fuerte. En eso también se parecía al padre.
La tarde fue de fiesta. El padre se puso el traje azul, su camisa blanca y su corbata, amén de los lustrados zapatos de piel. Todos vestían sus mejores galas porque cuando padre venía con el descanso, era fiesta en la casa.
Paseaban por la calle principal. Comían pasteles en la mejor pastelería del pueblo y, para terminar la tarde, entraban en la "alcahuetería" para comprar diferentes frutos secos y, además, unos cuantos caramelos. Cuando el descanso del padre coincidía con un domingo, iba con sus amigos al fútbol y ellos, madre, hija e hijo, le esperaban en la puerta del campo de fútbol. No eran los únicos, muchas señoras con sus hijos esperaban a que terminara el partido para reunirse con el padre de la familia. Y después lo de siempre: el paseo, los pasteles, las almendras...
- Podríamos ir al cine. Hoy estrenan una muy bonita...
- ¡Al cine! -respondió Ricardo escandalizado-. Eso es un vicio. Ahí sólo van fulanas y sinvergüenzas. Tu imagínate... hombres y mujeres con la luz apagada...
- No digas eso Ricardo, que te van a oir los niños.
- Además eso, ir con criaturas, ni pensarlo siquiera, Alejandra. Que no me entere yo que entráis en el cine, ¿estamos? –dijo el padre mirando muy serio a la esposa.
- Claro que no, Ricardo. Si yo lo decía por variar.
- Para variar vamos a casa a tomar chocolate con picatostes ¿qué os parece niños?
A todos les pareció estupendo.
Al día siguiente por la noche el padre de nuevo se puso al mando de su locomotora. Desde el andén la familia le dijo adiós con las manos en alto y permanecieron allí, firmes,
Al día siguiente por la noche el padre de nuevo se puso al mando de su locomotora. Desde el andén la familia le dijo adiós con las manos en alto y permanecieron allí, firmes,
quietos, hasta que el piloto rojo indicara que aquel era el último vagón que, al momento, fue tragado por la oscuridad.
Apresuradamente abandonaron la estación. Llevaban prisa. No querían perderse ni un minuto de la proyección porque luego les costaba cojer el hilo. Así pues, a toda velocidad, se fueron al cine a ver la primera parte de la historia, ya que en aquellos tiempos las películas eran secuenciales, esto es, que continuaban unas a otras, como una novela por entregas. Y, por supuesto, las historias siempre terminaban en lo más interesante, de modo que los espectadores estaban impacientes por ver la siguiente entrega.
Doña Julia era una mujer muy alta y muy gruesa y muy vulgar. Tenía dificultades para caminar pero, en este caso, no le quedaba otro remedio que ir a la montaña. Atraía las miradas por su generoso escote lleno de collares y algún crucifijo. En sus manos y muñecas ocurría lo mismo: llevaba numerosas pulseras y brazaletes. En los dedos exhibían enormes anillos. Muchos de sus adornos eran reconocidos por sus antiguos dueños que se vieron obligados a entregarlas como aval del "crédito" que doña Julia les concedió y que nunca pudieron pagar. Golpeó la puerta con el gordo y fofo puño. Alejandra salió rápidamente pensando que algo malo ocurría. Y en efecto, así era. Cuando se halló ante la usurera su rostro se demudó. Lo que menos esperaba y lo que más temía. Con una sonrisa forzada la invitó a entrar. Así la gente dejaría de pararse y mirar. Doña Julia tuvo que sentarse en la banca, porque las sillas no podrían soportar su peso, y habló con voz de trueno.
- Alejandra. ¿Es que no te ha dado tu hijo mis recaos?
- ¿Mi hijo? -preguntó Alejandra haciéndose la sorprendida-. Pues no. No me ha dicho nada... ya sabe cómo son los chicos... -las manos heladas y la boca amarga-.
- Si. Se muy bien cómo son los chicos. Unos pobres desgraciaos en manos de madres sin cabeza. Como el tuyo por ejemplo -dijo echando hacia delante su enorme cuerpo para dar más énfasis a la frase-. - Por qué dice eso, doña Jualia. Yo cuido de mi Ricardito muy bien, no le falta de nada doña, Julia.
- Ya. Pero lo mismo dentro de poco le falta de todo. Mira, aquí tengo tu cuenta -doña Julia extrajo de su faltriquera una libretita atada con un cordel-. Con lo que me debes puedo quedarme con esta casa. Y es lo que voy a hacer. Ya no te presto ni un real más. Porque se que nunca me vas a pagar. Por eso me cobro en especie. Desde aquí me voy al Juzgao a ponerte una denuncia.
Alejandra se desplomó sobre una silla desmadejada, a punto del desmayo. Tuvo que sacar fuerzas de donde no las había. Se lanzó al suelo y de rodillas ante la prestamista lloró y suplicó pidiendo más tiempo. Buscaría el dinero. Pediría a la familia. Dejaría de ir al cine porque… -Si mi marido se entera me mata, doña Julia, me mata, y qué sería de mis hijos...
- Antes tenías que haber pensado en tus hijos, “cervellón”. Mira, por tus hijos te voy a dar ocho días, ni uno más. Tu verás cómo te las compones para quitarte la trampa que tienes conmigo, "cirineo".
No le quedó otro remedio que recurrir a la familia. A la familia de su marido, por desgracia, porque su familía era pobre pero aparentaba ser pudiente. Cuando Ricardo se presentó en el pueblo con ella, la familia se quedó petrificada: ¡ una mujer de viaje con un hombre... sola! Sin madre ni hermana ni tía que la acompañe. Esta es una fresca. Esa fue la primera impresión que la familia política tuvo de ella. Después vinieron las reflexiones:" Hijo mío que esa mujer no es para ti. Hijo mío que esa mujer no es para un obrero, que no va a saber llevar tu casa. Que es una señoritinga y no sabe dónde tiene la mano derecha, hijo mío..." Pero Ricardo hizo oídos sordos. Desde que le salió el vello púbico pensó que su novia sería una señorita fina, con los labios pintados como las artistas; con la cara blanca como la leche; oliendo bien y con los zapatos rotos (sandalias). No como las del pueblo, que tienen la cara “colorá” de estar en el campo y con las manos llenas de cayos. Esas que nunca se bañan y huelen mal.
Alejandra pensó y pensó. A quién pedir algo de dinero. A la suegra no. A las hermanas de él tampoco. Bueno, puede que a Carmela. La mujer del hermano de Ricardo, que no era de la sangre de ellos, si que le dejaría algún dinero. Carmela tampoco tragaba a la familia de hermanos y padres de Ricardo. Y se presentó ante Carmela. Se lo contó todo. Cómo cada día sus hijos y ella se iban al cine. Le gustaba tanto el cine que veían una y otra vez la misma película. Eran tres entradas cada día. Además de las gaseosas y los rosquillos del ambigú. El dinero que Ricardo le dejaba para la casa desaparecía pronto. Entonces empeñaba con doña Julia lo mejor de la casa: la ropa buena de él. Carmela le prestó algo de dinero para aplacar las iras de doña Julia imponiéndole dos condiciones: además de la pronta devolución del dinero prestado, le dijo: “No mandes a tu hijo con el dinero. No lo humilles más. Ten cojones y llévalo tu misma. Tu que eres la culpable de la ruina de tu casa”.
Doña Julia sabía lo que iba a ocurrir. Sabía que a Alejandra no le quedaría otro remedio que recurrir a la familia del marido. Eran los únicos, en toda la comarca, que le darían dinero a una despilfarradora como ella. Porque todo el mundo estaba al tanto de lo que pasaba en aquel hogar. Todo el mundo, menos el padre de la casa. Carmela no estaba sola. La acompañaba su hija Carmencita que no perdió detalle de la confesión de su tía Alejandra.
- Carmencita.
- Qué quiere usted, madre.
- Quiero que estés atenta y cuando veas venir a tu tío Ricardo le dices que pase, que quiero hablar con él.
- Lo que usted diga, madre.
Se daba el caso de que la casa de Carmela estaba en el trayecto desde la estación hasta la casa de Ricardo y, por fuerza, tenía que pasar por la puerta del hermano.
Carmencita entró muy nerviosa, agitando las manos en el aire:
- ¡ Madree madre… que ya viene. El tío viene ya madre!
- Pues haz lo que te dije –respondió la madre mientras se dirigía a donde se recibía a las visitas, el viejo comedor.
- Tío. Que dice mi madre que pase, que quiere hablar con usted.
Desde la calle se oían los gritos de Alejandra. Una vecina, alarmada, decía a los hombres que por allí pasaban que entraran, que la iba a matar, que le estaba dando una paliza. Los hombres respondían: “no hace ná que se la tenía que haber dao, ya iba siendo hora” .
En el interior del hogar Ricardo estaba ciego de ira. Con sus enormes manos golpeaba a su mujer sin compasión al tiempo que la insultaba y la amenazaba con llevarla a un prostíbulo. La hija y el hijo estaban horrorizados. Su padre se había convertido en un extraño. Nunca, a ninguno, había levantado la mano. Los desgarradores gritos de la madre, temiendo por su vida, arrancaron a ambos compulsivo llanto. Angélica, lentamente se levantó y se acercó a la pareja. Su madre contra la pared. Su padre de espaldas a ella. Buscó algo, un atizador de la lumbre, lo izó en el aire y con todas sus fuerzas, lo dejó caer sobre el hombro de su padre que, dolorido, se dio la media vuelta sorprendido. No pudo creerlo, su hija, su ojo derecho, lo que más quería en este mundo... Angélica aprovechó su desconcierto para, de nuevo, golpear a su padre en la cara, en la cabeza y hubiera seguido golpeándole si él no hubiera sujetado el brazo de la joven. La hija consiguió lo que pretendía, que su padre dejase de agredirr a su madre pero, ahora, Angélica tuvo consciencia de lo que había hecho: había pegado a su padre. Era una mala hija, una mala persona. Lo peor que se puede hacer en esta vida, pegar a los padres, ella lo había hecho. El mayor pecado que se puede cometer, lo había cometido ella: había pegado a su padre. De pronto, con un golpe seco, cayó al suelo privada. Desde entonces Angelina no fue la misma. El sentimiento de culpa por haber agredido a su padre la minó por dentro. Ni siquiera le compensaba el hecho de que posiblemente, al pegar a su padre, había salvado la vida de su madre. Comenzó a caérsele el cabello. Después dejó de comer. Apenas salía, le daba vergüenza y miedo por si la gente la señalaba con el dedo. Las pocas veces que lo hacía caminaba por la calle mirando al suelo, avergonzada. Un día no pudo levantarse de la cama.
A las pocas horas Angelina murió de tristeza. Fue un crimen.
Entre la madre con su irresponsabilidad y el padre con su brutalidad la mataron.
Fue un crimen perfecto.
Nadie fue acusado.
Nadie investigó.
Los padres se marcharon del pueblo, estaban muy señalados.
Angelina se quedó sola en el antiguo cementerio.
Nadie habla de ella.
Nadie habla de ella.

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