martes, 6 de noviembre de 2012

Amiga Nieves.





De cuando conocí a Nieves.

La conocí en aquellos tiempos en que, tras el duro trabajo, estudiaba el Bachillerato  nocturno en el instituto de mi localidad.
Ella era profesora de francés. Como una de mis asignaturas fuertes era el inglés, tenía muy buena relación con Teresa, mi profesora de inglés.
Las dos profesoras eran compañeras de trabajo. Así fue como trabé amistad con Nieves. Nieves era madre. Era una madre que trabajaba, como tantas.
En realidad, colaboraba con una ONG que recogía niños sin techo y les daba un hogar en un piso normal y corriente.
Nieves era la madre. Pero no una madre en plan voluntariado. Era una madre para siempre, hasta que sus hijos se emanciparan.
Había pasado un tiempo desde que terminé mi Bachillerato. Como chica trabajadora yo  estudiaba en la Universidad de Distancia.
 Fue entonces cuando recibí la llamada de Nieves. Teresa le facilitó y la informó de que yo trabajaba en el sector textil y le facilitó mi número de teléfono: Nieves me invitaba a tomar café el domingo en su casa y, hablaríamos de algo que la tenía preocupada.
El domingo por la tarde me personé en su casa cargada de bolsas con golosinas para sus seis hijos y pastelitos  para acompañar el café de mamá y su amiga, osea, yo.
Al fin supe cual era la causa de su inesperada invitación: máquina de coser se llamaba.
Alguien le había regalado una máquina de coser, le estorbaría en su casa, y Nieves no tenía ni idea de cómo hacerla funcionar. Quería que yo la enseñara.
- Ah, pues muy bien. Te vendrá estupendamente la máquina porque ahorrarás dinero confeccionando tu misma la ropa de tus hijos.
-Claro, por eso te he llamado,  para que me des unas lecciones…
En aquel momento tuvo que marcharse porque uno de sus niños la llamaba desesperado. Y así una y otra vez.
 - ¿Tu crees, Nieves, que con seis niños, una casa y  un trabajo
te quedará tiempo para coser? –le dije escéptica.
 - Claro que si. Sólo es cuestión de organizarse.
- Pues muy bien. Siéntate que te explico… Y mañana puedes ir a ver telas para lo que necesiten los niños: pantalones, faldas, baberos…
A nieves se le puso la cara muy roja y alguna lágrima descendía lentamente por su mejilla.
- Perdóname. Te he mentido. En realidad quería pedirte que te ocuparas tu. Que me confeccionaras la ropita de los niños. Porque tienes razón, yo no podría. Yo no  puedo más…
¡Que me eche el cargo de confeccionar la ropa de seis niños de diferentes edades!
Tendría que pasarme media vida aquí, en la casa de la familia. Y de dónde saco yo ese tiempo. No del trabajo. Ni de los estudios. Tendría que ser de mi ocio, de mi diversión. Claro que Nieves les dedica su vida, excepto el tiempo del trabajo, y no por eso le ocurría nada.  Además, es cierto que ahorraría buen dinero en ropa. Dinero que podría dedicar a otros gastos… ¡Madre mía qué hago yo! ¡Cómo ha podido esta mujer hacerme semejante faena!
-         De acuerdo Nieves. Cuenta conmigo.
Me abrazó rápidamente porque tenía la leche de las meriendas en el microondas y no quería que se vertiera.
-  MAÑANA TE LLAMO PARA IR A COMPRAR LAS TELAS Y LAS
REVISTAS ¿VALE? dije a “grito pelao” desde la puerta del piso. -¡VALEEE, GRACIAASS! -Respondió ella y su voz sonó como
viniera del otro lado de la tierra. Cuando volví a casa estaba un poco agobiada: el trabajo, los estudios, Nieves. No estaba segura de poder con todo, pero al menos había que intentarlo. No podía defraudar a Nieves. Era cuestión de organizarse, como dijo ella.
Aquella noche escribí una especie de plan. Primero hice una ficha para cada niño. En ella, además del nombre y edad,   haría un listado de la ropa de que disponía el niño o niña y de  la que necesitaba.
Además debía poner las medidas actuales. Pensé que lo mejor sería tomar las medidas sobre la ropa que les estuviera exacta, ni grande ni pequeña, sino justa.
Envié un mensaje de texto a Nieves contándole las nuevas noticias. Aproveché para pedirle un juego de llaves de su casa, de ese modo podría aprovechar cualquier tiempo libre y así ir adelantado trabajo.
Me llamó al instante. En cuanto recibió mi mensaje. - Oye, que me parece genial todo lo que estás haciendo. Y lo de
la llave está hecho, en cuanto nos veamos te doy las llaves de la puerta de la calle y la de casa.
- Vale, pues me parece muy bien. Tampoco estaría mal que me preparases un sitio para organizar un taller, aunque se pequeño. Para mejor organizarnos, comprendes.
- Pues si. Me parece muy buena idea. Estoo  ejem… hay algo que no te he dicho y me siento fatal por ello.
- No me asustes. Dime lo que sea. - Es que… este año tenemos comunión… - ¡Pero que me estás diciendo! Yo nunca en mi vida he hecho un vestido de primera comunión.
- No solo vestido. Además de Adela, hace la comunión Gustavo…
- Peor me lo pones. Un traje de niño, de marinero o  almirante, es muy difícil de hacer. Nieves, creo que no podré.
- Cómo que no. Estoy segura que si te lo propones lo conseguirás. Además, podremos hacer un trajecito más sencillo, ¿ no?
- Si, pero a los niños les hace ilusión esos trajes. Es una ocasión única en sus vidas… En fin, no vamos a darnos por vencidas a la primera, ¿verdad? Buscaremos revistas de patrones para niños y a trabajar.
Nieves se deshizo en elogios hacia mi persona. Sin embargo todo aquello estaba afectando  mis nervios. Porque no se trataba sólo de los niños que comulgaban por primera vez, toda la familia tendría que estrenar conjunto y no un conjunto cualquiera, sino de gran ocasión.
¡! Socorro!!
 Nieves me dio llaves de la casa para que pudiera entrar cada vez que quisiera. Debía saber cuánta  ropa tenía cada niño para saber cuántas prendas debíamos confeccionar y /o modificar.
Porque eso de que la ropa de los mayores vayan pasando a los pequeños no era del todo justo. Uno estrenaba siempre y el menor nunca. Por eso pensé que sería bueno modificar la prenda "heredada" para que el niño no se sintiera inferior al hermano mayor. Por ejemplo añadirle algún adorno: botones nuevos. Un bolsillo donde antes no había. Poner un cuello nuevo en el abrigo o la camisa. Cualquier cosa que hiciera diferente aquella prenda.
Entré en los dormitorios y abrí los armarios. Estaba todo revuelto y desordenado pero teniendo en cuenta lo mucho que Nieves trabajaba dentro y fuera, no se le podía exigir que tuviera el piso como una tacita de plata.
Me puse a trabajar. Hice un rótulo con el nombre de cada niño en primer lugar.  Después, guiándome por el tamaño, coloqué la ropa de cada uno en sus perchas  detrás de su nombre, que había sido sujetado con una pinza de tender la ropa. Rústico pero eficaz el remedio.
Y así se vería claramente cuáles eran las necesidades de los pequeños.
Mientras salían al mercado las revistas de ropa infantil  remendaba, bajaba bajos de faldas unas veces, pantalones otras y esperábamos impacientes por ver los modelos de vestidos y trajes de primera comunión.
Y como todo llega en esta vida, llegaron  las  revistas al fin. Una de ellas  traía un vestido clásico de primera comunión y
otro vestido de primera comunión también pero de calle, muy bonito. Igualmente venía ropa elegante para niños, tanto de primera comunión como para niños invitados.
Preguntamos a los niños cual les gustaba y Adela, sin dudarlo, eligió el vestido blanco clásico, como el de Sissi.
Gustavo, por su parte, estaba empecinado con el traje de almirante y rechazó los demás. En realidad lo que quería era ir vestido igual que Sergio, su amigo y compañero de colegio, que llevaba un año hablando del dichoso traje . Gustavo no quería ser menos que su amigo.
Aquello creó una dificultad porque no teníamos patrones  para el traje de almirante ni yo sabía dónde encontrarlos. Resolvimos que yo confeccionaría el pantalón, y la chaqueta o
guerrera, se la compraría Nieves aunque le costara cara. El caso era no estropearle al niño un día tan señalado.
Al resto de los niños no les consultamos. Nieves y yo decidimos hacerle a Rocío, la segunda de las niñas, el vestido de calle que tanto nos había gustado. Hay veces, nos dijo el fotógrafo que hizo el álbum de fotos, que la hermana va mejor vestida que la protagonista.
Lo importante era que Adela estuviera contenta y si le gustaba el vestido clásico pues se lo hacíamos y punto.
Yo pensé que sería bueno  agregar al vestido algo que no tuviera el modelo de la revista porque resultaría violento que alguien dijera el día de la primera comunión "este vestido lo he visto yo. Este vestido está sacado de una revista". Para evitarlo sugerí a Nieves que el vestido fuese "inspirado" en el de la revista, pero no copiado.
Como le habíamos comprado una diadema para el pelo que llevaba unas florecitas de color pastel, un color mezclado con blanco, las dibujamos y pintamos en el vestido. El resultado fue espectacular. Parecía distinto. Muchísimo más bonito.
El conjunto se completó con una chaquetita de punto que una amiga tejió con una lana blanca muy suave, por si acaso hacía algo de frío el día grande.
Lo de Gustavo se solucionó como se había pensado: comprando la chaqueta y confeccionándole yo misma el pantalón.
El resto de los niños también estaban guapísimos con sus pantaloncitos de pinzas y sus chaquetas de punto con botones dorados.
Cuando vimos todas las prendas terminadas y expuestas en el salón tanto la madre como yo nos sentimos agotadas pero muy
satisfechas de los resultados, mucho mejor  resultado de lo que esperábamos.
En el álbum de fotos parecían los dos hermanos príncipes de revista. Estaban preciosos. Sus ojos brillaban.
Seguramente sería su primer día de felicidad. Tras cada uno de ellos había una historia horrible y unos padres desalmados. Historias que nadie conocía. Ni siquiera Nieves. Sólo sabían lo que habían sufrido estos niños las autoridades.
Y  llegó el día ansiado. Día en el que, tras tanto trabajo y colaboración, Nieves y yo estuvimos a punto de romper nuestra amistad.
El gran día todos nos levantamos muy nerviosos y agitados. La casa era algo parecido a una jaula de grillos. Todo eran carreras por aquí, gritos por allá.  Y eso a pesar de que la noche anterior pusimos cada cosa en su sitio y al alcance de la mano. Pero la emoción nos había perturbado.
La cita era en el patio de recreo del colegio desde el que saldrían los niños en fila cogidos de la mano de dos en dos.  Detrás iríamos familiares y amigos para que los niños “se lucieran”.
Cuando nosotros aparecimos en el patio causamos sensación por lo bien arreglados que íbamos. Pero el centro de todas las miradas y todos los parabienes eran para Adela.
Adela estaba radiante. Su  rostro emanaba luz  al verse tan admirada por todos.
También Gustavo estaba encantado, pero en estos casos, son siempre las niñas quienes más destacan. Como las novias en las bodas.
En aquel colegio también  estudiaban niños de otros hogares de la misma ONG cuyas madres no dudaron un instante en interrogar a Nieves para que les explicara cómo se las había arreglado para conseguir una ropa tan bonita pero, sobre todo, el  maravilloso vestido de Adela.
Nieves explicó con todo detalle el proceso que habíamos seguido para confeccionar la ropa de los niños.
Entonces otra de las madres pidió a Nieves que le prestara el traje de primera comunión para una de sus hijas que comulgaría el año siguiente.
Nieves, sin consultar conmigo, aceptó. Dijo que había que compartir. Que lo que era de uno era de todos.
Me quedé perpleja... Menos mal que Adela no se enteró ya que no estaba cerca. En cuanto a mi… simplemente Nieves  me estropeó la fiesta. 
Pero no era momento para enfadarse ni poner mala cara. Quedaba mucho día y, seguro, habría ocasión para tener unas palabras con la madre de los niños.
Todo fue muy bonito. La comida del banquete  en plan infantil deliciosa. Y los niños recibieron bonitos regalos.
En el momento del café no pude aguantar más y pedí a Nieves que me acompañara a la calle, para fumar un cigarrillo. Allí me encaré con ella.
-Nieves, cómo has podido prestar el vestido de Adela a esa señora.
- Claro que si. Adela tiene que acostumbrarse a compartir. - Estoy de acuerdo con eso. Pero préstalo cuando la niña tenga
edad para decidir compartir. ¿No te das cuenta de que si
prestas su vestido se va a sentir defraudada. Que va a terminar el día más feliz de su vida sentada en una calabaza? ¿Es que no ves la cara de alegría que tiene?
- Claro que la veo. Por eso debe proporcionar esa alegría a otras niñas. Sería egoísta por su parte pretender ser feliz ella sola.
- Pero no entiendes que es una niña. Ella no razona como tu. Ella querrá su vestido colgado en su armario para ir y tocarlo, para tener la certeza de que no ha sido un sueño. Será para ella un tremendo golpe perder ese vestido que tanto ama.
- Bueno ya te digo...
- No digas más. El vestido también es mío. Es mi primer vestido
de primera comunión y lo quiero para mi. Para exhibirlo en mi casa como un trofeo. Te lo compro. Y con ese dinero compras otro vestido en una tienda y lo compartes. Si no es para Adela será para mí. Elige.
- Nunca esperé esto de ti.  El vestido se quedará en casa y será para Rocío –dijo Nieves con la cara roja de los momentos violentos.
- Para Adela o para mí  –respondí tenaz, dispuesta a no ceder.
 - Me tomas por tonta. Si es para ti será de Adela. - Exactamente. Parece que no tienes escapatoria –le dije en
tono burlón sabiéndome vencedora en aquel lance.
- Y qué le digo yo a esa madre.
 - Cualquier cosa. Que lo quiero yo para una sobrina. Que lo
vamos a deshacer para aprovechar la tela... Cualquier cosa, ya te digo.
- Yo no tengo esa capacidad para mentir que tienes tu.
-  ¿Sabes qué decía mi abuela? Que en esta vida hay que tener un pelo de Dios y ciento del demonio. Toma nota.

Volvimos a la fiesta. Yo triunfante y Nieves enojada pero disimulando.
Recordé que no me había hecho ninguna foto con los niños. Les llamé: - Gustavo, Adela, venid,  vamos a hacernos una foto los tres y otra con los hermanitos.
Llegaron corriendo y  me abrazaron. Fue un momento muy emotivo para mi. Una invitada nos hizo las fotos.
Gustavo y Adela me mostraron unos billetes: - Mira tía, cuánto dinero nos han regalado. Yo tengo 20 euros -
dijo Gustavo-. -Y yo también tengo 20 euros- dijo Adela. - ! Qué bien!  -respondí-.  Pero ese dinerito se lo dais a mamá
para que lo meta en la cartilla de todos los hermanos. Hay que compartir chicos. Tenemos que acostumbrarnos a compartir.
Y despidiéndome de ellos con sendos besos en sus cabecitas me marché de la fiesta.
El éxito conseguido por la que llamaremos "familia Nieves”, en cuanto a la ropa de los niños, tuvo un alto coste para mí.
Sin más tardanza, el día siguiente, lunes, varias mamás llamaron por teléfono, unas a Nieves y otras a mí, pidiendo que por favor les ayudáramos también a ellas porque lo necesitaban tanto o más que Nieves, puesto que algunas madres, incluso tenían más hijos que ella. Aquella demanda por un lado me gustó, me sentí halagada por ser el artífice de la ropa. Por otro, me preocupaba la idea de si yo sería capaz de atenderlas a todas. No quería quedar mal con ninguna, pero el problema era que, al decir a una que si, a Nieves, ya tenía   que ayudar a todas para que no se sintieran discriminadas o despreciadas.
Así pues, qué remedio, a todas dije que si. La experiencia fue tremenda. Tuve que dedicar, lógicamente,  aún más horas la confección y arreglo de las prendas. En principio me organicé por prioridades, es decir, arreglar o confecciona primero lo que más prisa corría. Pero fue insuficiente. Tenía acumuladas un motón de bolsas, cada una con el nombre de la correspondiente mamá. Aquello me puso al borde del ataque de ansiedad.
Estuve a punto de abandonar definitivamente mis estudios en la UNED. No lo hice gracias al apoyo de Miguel, un buen compañero de estudios. Él me traía a casa apuntes, fotocopias y, lo mejor, su estímulo.
Ante aquella situación de colapso, y teniendo en cuenta que el trabajo era mucho y no recibía ayuda alguna, me sentía al borde del abandono. De dejarlo todo y volver a mi vida anterior. Pero pensaba que, como había comprobado con el caso de Nieves, era un ahorro importante para ellas el hecho de que yo, como podría haber sido otra, me ocupara de la ropa de sus niños.




También sería bueno que las madres se compraran una de esas máquinas de coser portátiles, que están muy bien de precio, y cada una cosiera lo suyo bajo mi dirección

Esta idea me pareció lo mejor. Visualicé un local, bien iluminado, en el que poner un taller con una gran mesa de corte en el centro y las máquinas de las mamás colocadas en la mitad del perímetro de la mesa, y yo en la otra mitad cortando prendas y explicando cómo se hacían las cosas. El problema sería que habría que comprar material y pagar un alquiler. Pero aún así, abonando esos gastos entre todas, incluida yo, saldría mucho más barata la ropa que comprándolo en tiendas. Y más barata que en las rebajas inclusive.

Plantee esta idea a Nieves. Por el hecho de tener un coste no le pareció del todo buena. No tuve más remedio que lanzarle un ultimatum: "sois vosotras o mi salud” –le dije entre seria y enfadada por su reticencia.
Aceptó. Siempre condicionada la idea a lo que dijeran las otras madres.
Las madres dijeron que si. Y nos pusimos a buscar un local. Ardua tarea teniendo en
cuenta que los locales son caros y el presupuesto de las madres escaso. Pero teníamos el ánimo alto y no pensábamos cejar hasta conseguir un local a nuestro alcance.
Y lo encontramos. No era una maravilla de local, pero era un local. Una antigua tienda de fruta y verdura que llevaba años cerrada. Sucio hasta decir basta, paredes desconchadas, viéndose los ladrillos... De pena. Aquello era de pena.
Pero bueno, estaba bien situado, relativamente cerca del domicilio de las madres y el resto era sólo cuestión de trabajar.
Cuando un grupo de madres se propone dejar como una patena lo que está cochambroso, no hay máquina pueda hacer el trabajo más rápido ni mejor.
Acostumbradas a no llamar a nadie para solucionar las averías, pintura etc.,  de su hogar, sabían hacer de todo. Siempre con el mismo objetivo: ahorrar. Ahorrar para la economía familiar.
En unos días limpiaron, arreglaron grifos, pintaron paredes interiores y fachada. Excepto los problemas eléctricos, para solucionar esos problemas llamaron a un profesional de la electricidad.
Resumiendo, en una semana estábamos instaladas. Una nueva etapa nacía y seguramente sería una etapa todavía mejor.
El local donde instalamos nuestro taller tenía una hermosa vidriera para exponer el género cuando era frutería
Lo cubrimos con una cortina blanca de tela fina pero no transparente. No queríamos convertirnos en el espectáculo de los viandantes.
Como cualquiera que ocupa un local tuvimos que pedir permiso de apertura. Lo denominamos "Local de ocio para realizar manualidades sin ánimo de lucro". Qué bonito sonaba.
En torno a las paredes colocamos unas estanterías y allí situamos nuestros hilos, los frascos de pintura para tela, cajas con retales de tela, cajas de zapatos aprovechadas para contener cosas pequeñas como alfileteros, tijeras, etc.
Lo que no se pudo conseguir fue la gran mesa que yo tenía en mente. Fue sustituida por mesas baratas de  mercadillo, pero una vez colocadas daban el mismo servicio. Además se dejaron unas cuantas para los niños. Por supuesto también se compraron las necesarias sillas.
Y es que el local nos ofreció otra función en la que no habíamos pensado: la de guardería. Porque los niños cuando salían del colegio se dirigían al taller en busca de sus madres para merendar allí. Con este fin, les destinamos un espacio para  merendar y hacer sus deberes bajo la vigilante mirada de las madres.
Así fue cómo algunas niñas de las mayores se fueron interesando por el mundo de la costura.
Se maravillaban cuando una prenda salía de la plancha impecable, preciosa.
Preguntaban continuamente: qué es esto. Esto para qué vale. Cómo se llama esto. Yo di orden a las madres de que explicaran ampliamente las cosas cuando las niñas preguntaran.
Un día, una señorita de 13 años poco amiga del estudio me dijo: - Tía. Yo quiero ser modelo. - ¿De verdad? Y por qué no diseñadora -le dije-. Podrás inventar preciosos vestidos, y organizar desfiles en todo el mundo, y podrás salir en las revistas como Carolina Herrera y Ágata Ruiz. Claro que para eso tienes que saber idiomas, sino se reirían de ti por no poder hablar en otros idiomas. Y tendrías que estudiar en la Escuela de Diseño, donde enseñan cosas muy bonitas, pero para eso tienes que terminar la secundaria al menos, comprendes?
Pasados unos días recibí una llamada de la madre - Qué le has hecho a mi hija que se come los libros  -me preguntó entusiasmada. 
-         Le he metido un virus en el disco duro. Pero  no se lo digas - respondí sin poder contener la risa.
Al poco tiempo otra de las hijas, Begoña de 16 años, sustituyó a su madre en la máquina. Quería aprender para hacer su  ropa a su gusto. También la de sus hermanos, claro. Begoña era una niña muy despierta que tardaría muy poco en conocer los secretos del oficio.
Para el futuro ya teníamos dos profesionales: una diseñadora y una jefa de taller.
Parecía que había comenzado el relevo. La siguiente generación venía pisando fuerte.
Maravilloso. Como es natural en los grupos, no todo fue alegre y bonito en nuestro taller. Nosotras también tuvimos un problema que estuvo a punto de terminar con nuestra sociedad.
Y es que algunas mamás hicieron un uso abusivo de nuestro local: "que me voy a la peluquería y llevo a los niños al local". "Que me voy a comprar el pedido del mes y dejo a los niños en el taller".
Los niños, al estar solos jugaban con las máquinas, llamaban a sus amigos, lo desordenaban todo...
Así que no tuve más remedio que llamarles la atención: si las madres no cuidaban nuestro taller y no se tomaban las cosas en serio, yo me iba. Porque el taller no era una ludoteca. Todo cuanto allí había costaba dinero. Si se averiaban las máquinas y llamábamos a un técnico nos cobraría hasta el desplazamiento. Los hilos, costaban muy caros. El resto de cosas también. Las tijeras, alfileres, etc., no eran juguetes de niños  ni de niñas.
Resolví que los niños siempre estuvieran en el taller acompañados de las madres y, hasta los 16 años no podrían tener llave de la puerta del taller.
Mi treta del enfado dio buenos resultados y todo continuó como antes.
El tiempo fue pasando y algunas niñas más se fueron incorporando y desplazando a las madres.
Un día, conversando sobre el futuro de nuestras chicas, los chicos nunca entraban en el taller, nuevamente tuvimos una idea genial: aquél taller podría ser el medio de vida de ellas, nuestras niñas.
Si se organizaban en cooperativa podrían dedicarse a trabajar para el público confeccionando todo tipo de ropa. El problema es que no sabíamos cortar. Pero bastaría con inscribirse en una academia homologada de corte y confección. Aprenderían a cortar y confeccionar prendas de vestir y de calle además de trajes de noche,  de novia, etc. Al ser homologada la academia, obtendrían un título que les permitiría enseñar la materia al resto de hermanas y amigas interesadas.
Las niñas se pusieron como locas de alegría, todas querían hacer el curso. Pero como nuestro presupuesto era escaso sólo podíamos pagar un sólo curso. Qué hacer. Todas tenían el mismo derecho y la misma ilusión.
Como siempre la bombilla se iluminó a tiempo: una haría el curso y después lo impartiría al resto de las compañeras.
El sistema de elección fue de lo más sencillo: pusimos en una cestita unos papelillos cada uno con un número correspondiente a cada candidata. Salimos a la calle y pedimos a una señora mayor que extrajera un número cualquiera. La agraciada, como loca, daba saltos.
Mientras tanto, mi compañero de estudios Miguel y yo, nos dimos cuenta un día de que lo nuestro no era amistad y Mi treta del enfado dio buenos resultados y todo continuó como antes.
El tiempo fue pasando y algunas niñas más se fueron incorporando y desplazando a las madres.
Un día, conversando sobre el futuro de nuestras chicas, los chicos nunca entraban en el taller, nuevamente tuvimos una idea genial: aquél taller podría ser el medio de vida de ellas, nuestras niñas.
Si se organizaban en cooperativa podrían dedicarse a trabajar para el público confeccionando todo tipo de ropa. El problema es que no sabíamos cortar. Pero bastaría con inscribirse en una academia homologada de corte y confección. Aprenderían a cortar y confeccionar prendas de vestir y de calle además de trajes de noche,  de novia, etc. Al ser homologada la academia, obtendrían un título que les permitiría enseñar la materia al resto de hermanas y amigas interesadas.
Las niñas se pusieron como locas de alegría, todas querían hacer el curso. Pero como nuestro presupuesto era escaso sólo podíamos pagar un sólo curso. Qué hacer. Todas tenían el mismo derecho y la misma ilusión.
Como siempre la bombilla se iluminó a tiempo: una haría el curso y después lo impartiría al resto de las compañeras.
El sistema de elección fue de lo más sencillo: pusimos en una cestita unos papelillos cada uno con un número correspondiente a cada candidata. Salimos a la calle y pedimos a una señora mayor que extrajera un número cualquiera. La agraciada, como loca, daba saltos.
Mientras tanto, mi compañero de estudios Miguel y yo, nos dimos cuenta un día de que lo nuestro no era amistad y compañerismo sino que era amor. Y tras un tiempo saliendo decidimos vivir juntos.
Al mismo tiempo nuestra niña aprendía con gran provecho las enseñanzas del curso de corte y confección con especial dedicación al módulo de alta costura, trajes de novia, etc.
Cuando terminó el curso, para obtener el diploma debía realizar, ella sola, sin ayuda de nadie,  una prenda.  Sería  su "obra magna", como en la Edad Media cuando un oficial debía hacer una obra para pasar a ser maestro.
¿Y qué eligió nuestra niña? Un vestido de novia. Para eso se tenía que casar alguien. No tenía sentido hacer un
traje de novia sin que hubiera una novia. ¿Y quién tenía que ser la novia? Yo, por supuesto. Yo que a los 12 años decidí no casarme tenía que hacerlo para complacer a la inminente maestra.
Mi temor era que me pusieran lacitos, encajes en el vestido o, peor aún, una larga cola. Así que disimuladamente sugería a nuestra protagonista ideas de cómo hacer el vestido.
Pedimos cita para la boda en el Ayuntamiento. En el Ayuntamiento casaban en el salón de plenos que era un salón precioso. Tenía tanta demanda por parte de las parejas que había una larga lista de espera. Total, que nos tocó casarnos durante el invierno.
La "alta costurera" dijo que no me preocupara que lo tenía todo controlado. Lo cierto es que yo no había visto el  diseño porque estaba guardado con siete llaves como si fuera un secreto de estado y mi inquietud iba en aumento, inquietud que despareció en la primera prueba estando a solas con la creadora. Tuve que jurar por lo más sagrado que a nadie le diría cómo era el  vestido.
Y llegó el gran y frío día de la boda. La expectación por ver a la novia   era enorme.
La casi  maestra llegó a mi casa con el vestido en los brazos como quien lleva a un recién nacido: con mil cuidados.
La primera sorpresa para los curiosos y curiosas fue que no era un vestido de novia, eran dos. O mejor, era un vestido de novia más un abrigo de novia confeccionado a juego y  con la misma tela del vestido. La diferencia es que al abrigo iba forrado.
El vestido  era realmente precioso y  elegante. En la línea que le indiqué y que yo creí no tendría en cuenta.
No había lazos. No había encajes... pero si había cola. El abrigo era maravilloso. Se abrochaba por encima de la
cintura. El cuello era grande y había que llevarlo levantado. Las mangas eran ajustadas al brazo. Y de la espalda, desde los hombros, salía una larga cola rematada en semicírculo.
El conjunto de dos piezas era lo más bello que había visto nunca en una novia. Y además era exclusivo. Tanto porque fue exclusivamente realizado pensando en m, como por el hecho de que fue obra de una de nuestras niñas.
Como si fuera una de las madres lloré de la emoción. Yo misma me sorprendí
Una gran escalinata conectaba la entrada del Ayuntamiento con el piso superior en el que estaba ubicado el salón de plenos.
Y ahí, en esa magnífica escalera, la maestra  se tomó su tiempo para colocar a la novia e inmortalizarla en hermosas fotografías semejantes a las de la boda de una reina.  Mejores que las de una reina.
A partir de entonces, de mi boda, de mi vestido de novia, de mis fotos, se produjo un punto de inflexión que lo cambio todo.
En primer lugar nuestras niñas lo tenían claro: se dedicarían a crear vestidos de novia. Sólo vestidos de novia.
Nada de pantalones, abriguitos o falditas. Vestidos de novia y nada más.
Lo segundo fue lo más doloroso para las mamás y la monitora: nos echaron de nuestro local para convertirlo en un taller, una tienda y una exposición aprovechando la gran vidriera que daba a la calle.
¡Nos sentimos expoliadas y atropelladas! ¡ De ningún modo pensábamos encerrarnos en casa...!  Pero, eran nuestras niñas y por ellas seríamos capaces de renunciar y  sacrificarnos.
Muy pronto nuestro local se les quedó pequeño. Alquilaron otro mayor. Mientras tanto su marca cobraba fama y prestigio.
En una urbanización nueva, en la parte más joven y moderna  de la ciudad compraron no uno, dos locales contiguos  en los que pusieron una tienda bellísima, con probadores cuyas paredes estaban cubiertas con enormes espejos, en los que las novias podían verse desde todos los ángulos, y toda clase de complementos: velos, sobreros, zapatos, etc.
Más dentro estaba el taller de diseño y al lado el de confección más una oficina para la administración.
Todo ello manejado por nuestras niñas. Estábamos muy orgullosas de ellas. Quién lo iba a decir...

Epílogo.

A veces me paso por allí para deleitarme con aquella maravilla de tienda pero con el pretexto de "informarme de cómo va todo".
Ellas que lo saben, en cuanto me ven llegar me dicen "hola tía, ¿quieres un café?". Es su forma de decirme "siéntate y no toques nada".
Yo hago como si no me diera cuenta y respondo "si, cariño, largo de café y con leche templada".
Me siento en una butaca y me dedico a evocar aquel día en el que Nieves recibió como regalo una máquina de coser, pidió mi ayuda y nuestras vidas cambiaron.
Un milagro. Es la única explicación que se me ocurre.

demaribel






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