De cuando conocí a Nieves.
La conocí en aquellos
tiempos en que, tras el duro trabajo, estudiaba el Bachillerato nocturno en el instituto de mi localidad.
Ella era profesora de
francés. Como una de mis asignaturas fuertes era el inglés, tenía muy buena relación
con Teresa, mi profesora de inglés.
Las dos profesoras
eran compañeras de trabajo. Así fue como trabé amistad con Nieves. Nieves era
madre. Era una madre que trabajaba, como tantas.
En realidad,
colaboraba con una ONG que recogía niños sin techo y les daba un hogar en un
piso normal y corriente.
Nieves era la madre. Pero no una madre en plan voluntariado. Era
una madre para siempre, hasta que sus hijos se emanciparan.
Había pasado un tiempo
desde que terminé mi Bachillerato. Como chica trabajadora yo estudiaba en la Universidad de Distancia.
Fue entonces cuando recibí la llamada de
Nieves. Teresa le facilitó y la informó de que yo trabajaba en el
sector textil y le facilitó mi número de teléfono: Nieves me invitaba a tomar
café el domingo en su casa y, hablaríamos de algo que la tenía preocupada.
El domingo por la
tarde me personé en su casa cargada de bolsas con golosinas para sus seis hijos
y pastelitos para acompañar el café de
mamá y su amiga, osea, yo.
Al fin supe cual era
la causa de su inesperada invitación: máquina de coser se llamaba.
Alguien le había
regalado una máquina de coser, le estorbaría en su casa, y Nieves no tenía ni
idea de cómo hacerla funcionar. Quería que yo la enseñara.
- Ah, pues muy bien.
Te vendrá estupendamente la máquina porque ahorrarás dinero confeccionando tu
misma la ropa de tus hijos.
-Claro, por eso te he
llamado, para que me des unas
lecciones…
En aquel momento tuvo
que marcharse porque uno de sus niños la llamaba desesperado. Y así una y otra
vez.
- ¿Tu crees, Nieves, que con seis niños, una
casa y un trabajo
te quedará tiempo para coser? –le dije escéptica.
- Claro que si. Sólo es
cuestión de organizarse.
- Pues muy bien.
Siéntate que te explico… Y mañana puedes ir a ver telas para lo que necesiten
los niños: pantalones, faldas, baberos…
A nieves se le puso la
cara muy roja y alguna lágrima descendía lentamente por su mejilla.
- Perdóname. Te he
mentido. En realidad quería pedirte que te ocuparas tu. Que me confeccionaras
la ropita de los niños. Porque tienes razón, yo no podría. Yo no puedo más…
¡Que me eche el cargo
de confeccionar la ropa de seis niños de diferentes edades!
Tendría que pasarme
media vida aquí, en la casa de la familia. Y de dónde saco yo ese tiempo. No
del trabajo. Ni de los estudios. Tendría que ser de mi ocio, de mi diversión.
Claro que Nieves les dedica su vida, excepto el tiempo del trabajo, y no por
eso le ocurría nada. Además, es cierto
que ahorraría buen dinero en ropa. Dinero que podría dedicar a otros gastos… ¡Madre
mía qué hago yo! ¡Cómo ha podido esta mujer hacerme semejante faena!
-
De acuerdo Nieves. Cuenta conmigo.
Me abrazó rápidamente
porque tenía la leche de las meriendas en el microondas y no quería que se
vertiera.
- MAÑANA TE LLAMO PARA IR A COMPRAR LAS TELAS
Y LAS
REVISTAS ¿VALE? dije a
“grito pelao” desde la puerta del piso. -¡VALEEE, GRACIAASS! -Respondió ella y
su voz sonó como
viniera del otro lado
de la tierra. Cuando volví a casa estaba un poco agobiada: el trabajo, los
estudios, Nieves. No estaba segura de poder con todo, pero al menos había que
intentarlo. No podía defraudar a Nieves. Era cuestión de organizarse, como dijo
ella.
Aquella noche escribí
una especie de plan. Primero hice una ficha para cada niño. En ella, además del
nombre y edad, haría un listado de la
ropa de que disponía el niño o niña y de
la que necesitaba.
Además debía poner las
medidas actuales. Pensé que lo mejor sería tomar las medidas sobre la ropa que
les estuviera exacta, ni grande ni pequeña, sino justa.
Envié un mensaje de
texto a Nieves contándole las nuevas noticias. Aproveché para pedirle un juego
de llaves de su casa, de ese modo podría aprovechar cualquier tiempo libre y
así ir adelantado trabajo.
Me llamó al instante.
En cuanto recibió mi mensaje. - Oye, que me parece genial todo lo que estás
haciendo. Y lo de
la llave está hecho,
en cuanto nos veamos te doy las llaves de la puerta de la calle y la de casa.
- Vale, pues me parece
muy bien. Tampoco estaría mal que me preparases un sitio para organizar un taller,
aunque se pequeño. Para mejor organizarnos, comprendes.
- Pues si. Me parece
muy buena idea. Estoo ejem… hay algo
que no te he dicho y me siento fatal por ello.
- No me asustes. Dime
lo que sea. - Es que… este año tenemos comunión… - ¡Pero que me estás diciendo!
Yo nunca en mi vida he hecho un vestido de primera comunión.
- No solo vestido.
Además de Adela, hace la comunión Gustavo…
- Peor me lo pones. Un
traje de niño, de marinero o almirante,
es muy difícil de hacer. Nieves, creo que no podré.
- Cómo que no. Estoy
segura que si te lo propones lo conseguirás. Además, podremos hacer un
trajecito más sencillo, ¿ no?
- Si, pero a los niños
les hace ilusión esos trajes. Es una ocasión única en sus vidas… En fin, no
vamos a darnos por vencidas a la primera, ¿verdad? Buscaremos revistas de
patrones para niños y a trabajar.
Nieves se deshizo en
elogios hacia mi persona. Sin embargo todo aquello estaba afectando mis nervios. Porque no se trataba sólo de
los niños que comulgaban por primera vez, toda la familia tendría que estrenar
conjunto y no un conjunto cualquiera, sino de gran ocasión.
¡! Socorro!!
Nieves me dio llaves de la casa para que
pudiera entrar cada vez que quisiera. Debía saber cuánta ropa tenía cada niño para saber cuántas
prendas debíamos confeccionar y /o modificar.
Porque eso de que la
ropa de los mayores vayan pasando a los pequeños no era del todo justo. Uno
estrenaba siempre y el menor nunca. Por eso pensé que sería bueno modificar la
prenda "heredada" para que el niño no se sintiera inferior al hermano
mayor. Por ejemplo añadirle algún adorno: botones nuevos. Un bolsillo donde
antes no había. Poner un cuello nuevo en el abrigo o la camisa. Cualquier cosa
que hiciera diferente aquella prenda.
Entré en los
dormitorios y abrí los armarios. Estaba todo revuelto y desordenado pero
teniendo en cuenta lo mucho que Nieves trabajaba dentro y fuera, no se le podía
exigir que tuviera el piso como una tacita de plata.
Me puse a trabajar.
Hice un rótulo con el nombre de cada niño en primer lugar. Después, guiándome por el tamaño, coloqué la
ropa de cada uno en sus perchas detrás
de su nombre, que había sido sujetado con una pinza de tender la ropa. Rústico
pero eficaz el remedio.
Y así se vería
claramente cuáles eran las necesidades de los pequeños.
Mientras salían al
mercado las revistas de ropa infantil
remendaba, bajaba bajos de faldas unas veces, pantalones otras y
esperábamos impacientes por ver los modelos de vestidos y trajes de primera
comunión.
Y como todo llega en
esta vida, llegaron las revistas al fin. Una de ellas traía un vestido clásico de primera comunión
y
otro vestido de
primera comunión también pero de calle, muy bonito. Igualmente venía ropa
elegante para niños, tanto de primera comunión como para niños invitados.
Preguntamos a los
niños cual les gustaba y Adela, sin dudarlo, eligió el vestido blanco clásico,
como el de Sissi.
Gustavo, por su parte,
estaba empecinado con el traje de almirante y rechazó los demás. En realidad lo
que quería era ir vestido igual que Sergio, su amigo y compañero de colegio,
que llevaba un año hablando del dichoso traje . Gustavo no quería
ser menos que su amigo.
Aquello creó una
dificultad porque no teníamos patrones
para el traje de almirante ni yo sabía dónde encontrarlos. Resolvimos
que yo confeccionaría el pantalón, y la chaqueta o
guerrera, se la
compraría Nieves aunque le costara cara. El caso era no estropearle al niño un
día tan señalado.
Al resto de los niños
no les consultamos. Nieves y yo decidimos hacerle a Rocío, la segunda de las
niñas, el vestido de calle que tanto nos había gustado. Hay veces, nos dijo el
fotógrafo que hizo el álbum de fotos, que la hermana va mejor vestida que la
protagonista.
Lo importante era que
Adela estuviera contenta y si le gustaba el vestido clásico pues se lo hacíamos
y punto.
Yo pensé que sería
bueno agregar al vestido algo que no
tuviera el modelo de la revista porque resultaría violento que alguien dijera
el día de la primera comunión "este vestido lo he visto yo. Este vestido
está sacado de una revista". Para evitarlo sugerí a Nieves que el vestido
fuese "inspirado" en el de la revista, pero no copiado.
Como le habíamos
comprado una diadema para el pelo que llevaba unas florecitas de color pastel,
un color mezclado con blanco, las dibujamos y pintamos en el vestido. El
resultado fue espectacular. Parecía distinto. Muchísimo más bonito.
El conjunto se
completó con una chaquetita de punto que una amiga tejió con una lana blanca
muy suave, por si acaso hacía algo de frío el día grande.
Lo de Gustavo se solucionó
como se había pensado: comprando la chaqueta y confeccionándole yo misma el
pantalón.
El resto de los niños
también estaban guapísimos con sus pantaloncitos de pinzas y sus chaquetas de
punto con botones dorados.
Cuando vimos todas las
prendas terminadas y expuestas en el salón tanto la madre como yo nos sentimos
agotadas pero muy
satisfechas de los
resultados, mucho mejor resultado de lo
que esperábamos.
En el álbum de fotos
parecían los dos hermanos príncipes de revista. Estaban preciosos. Sus ojos
brillaban.
Seguramente sería su
primer día de felicidad. Tras cada uno de ellos había una historia horrible y
unos padres desalmados. Historias que nadie conocía. Ni siquiera Nieves. Sólo
sabían lo que habían sufrido estos niños las autoridades.
Y llegó el día ansiado. Día en el que, tras
tanto trabajo y colaboración, Nieves y yo estuvimos a punto de romper nuestra
amistad.
El gran día todos nos
levantamos muy nerviosos y agitados. La casa era algo parecido a una jaula de
grillos. Todo eran carreras por aquí, gritos por allá. Y eso a pesar de que la noche anterior
pusimos cada cosa en su sitio y al alcance de la mano. Pero la emoción nos
había perturbado.
La cita era en el
patio de recreo del colegio desde el que saldrían los niños en fila cogidos de
la mano de dos en dos. Detrás iríamos
familiares y amigos para que los niños “se lucieran”.
Cuando nosotros
aparecimos en el patio causamos sensación por lo bien arreglados que íbamos.
Pero el centro de todas las miradas y todos los parabienes eran para Adela.
Adela estaba radiante.
Su rostro emanaba luz al verse tan admirada por todos.
También Gustavo estaba
encantado, pero en estos casos, son siempre las niñas quienes más destacan.
Como las novias en las bodas.
En aquel colegio también estudiaban niños de otros hogares de la
misma ONG cuyas madres no dudaron un instante en interrogar a Nieves para que
les explicara cómo se las había arreglado para conseguir una ropa tan bonita
pero, sobre todo, el maravilloso vestido
de Adela.
Nieves explicó con todo
detalle el proceso que habíamos seguido para confeccionar la ropa de los niños.
Entonces otra de las madres
pidió a Nieves que le prestara el traje de primera comunión para una de sus
hijas que comulgaría el año siguiente.
Nieves, sin consultar
conmigo, aceptó. Dijo que había que compartir. Que lo que era de uno era de
todos.
Me quedé perpleja...
Menos mal que Adela no se enteró ya que no estaba cerca. En cuanto a mi…
simplemente Nieves me estropeó la
fiesta.
Pero no era momento
para enfadarse ni poner mala cara. Quedaba mucho día y, seguro, habría ocasión
para tener unas palabras con la madre de los niños.
Todo fue muy bonito.
La comida del banquete en plan infantil
deliciosa. Y los niños recibieron bonitos regalos.
En el momento del café
no pude aguantar más y pedí a Nieves que me acompañara a la calle, para fumar
un cigarrillo. Allí me encaré con ella.
-Nieves, cómo has
podido prestar el vestido de Adela a esa señora.
- Claro que si. Adela
tiene que acostumbrarse a compartir. - Estoy de acuerdo con eso. Pero préstalo
cuando la niña tenga
edad para decidir
compartir. ¿No te das cuenta de que si
prestas su vestido se
va a sentir defraudada. Que va a terminar el día más feliz de su vida sentada
en una calabaza? ¿Es que no ves la cara de alegría que tiene?
- Claro que la veo.
Por eso debe proporcionar esa alegría a otras niñas. Sería egoísta por su parte
pretender ser feliz ella sola.
- Pero no entiendes
que es una niña. Ella no razona como tu. Ella querrá su vestido colgado en su
armario para ir y tocarlo, para tener la certeza de que no ha sido un sueño.
Será para ella un tremendo golpe perder ese vestido que tanto ama.
- Bueno ya te digo...
- No digas más. El
vestido también es mío. Es mi primer vestido
de primera comunión y
lo quiero para mi. Para exhibirlo en mi casa como un trofeo. Te lo compro. Y
con ese dinero compras otro vestido en una tienda y lo compartes. Si no es para
Adela será para mí. Elige.
- Nunca esperé esto de
ti. El vestido se quedará en casa y
será para Rocío –dijo Nieves con la cara roja de los momentos violentos.
- Para Adela o para
mí –respondí tenaz, dispuesta a no
ceder.
- Me tomas por tonta. Si es para ti será de
Adela. - Exactamente. Parece que no tienes escapatoria –le dije en
tono burlón sabiéndome
vencedora en aquel lance.
- Y qué le digo yo a
esa madre.
- Cualquier cosa. Que lo quiero yo para una
sobrina. Que lo
vamos a deshacer para
aprovechar la tela... Cualquier cosa, ya te digo.
- Yo no tengo esa
capacidad para mentir que tienes tu.
- ¿Sabes qué decía mi abuela? Que en esta vida
hay que tener un pelo de Dios y ciento del demonio. Toma nota.
Volvimos a la fiesta.
Yo triunfante y Nieves enojada pero disimulando.
Recordé que no me
había hecho ninguna foto con los niños. Les llamé: - Gustavo, Adela, venid, vamos a hacernos una foto los tres y otra
con los hermanitos.
Llegaron corriendo
y me abrazaron. Fue un momento muy
emotivo para mi. Una invitada nos hizo las fotos.
Gustavo y Adela me
mostraron unos billetes: - Mira tía, cuánto dinero nos han regalado. Yo tengo
20 euros -
dijo Gustavo-. -Y yo
también tengo 20 euros- dijo Adela. - ! Qué bien! -respondí-. Pero ese
dinerito se lo dais a mamá
para que lo meta en la
cartilla de todos los hermanos. Hay que compartir chicos. Tenemos que
acostumbrarnos a compartir.
Y despidiéndome de
ellos con sendos besos en sus cabecitas me marché de la fiesta.
El éxito conseguido
por la que llamaremos "familia Nieves”, en cuanto a la ropa de los niños,
tuvo un alto coste para mí.
Sin más tardanza, el
día siguiente, lunes, varias mamás llamaron por teléfono, unas a Nieves y otras
a mí, pidiendo que por favor les ayudáramos también a ellas porque lo
necesitaban tanto o más que Nieves, puesto que algunas madres, incluso tenían
más hijos que ella. Aquella demanda por un lado me gustó, me sentí halagada por
ser el artífice de la ropa. Por otro, me preocupaba la idea de si yo sería
capaz de atenderlas a todas. No quería quedar mal con ninguna, pero el problema
era que, al decir a una que si, a Nieves, ya tenía que ayudar a todas para que no se sintieran discriminadas o
despreciadas.
Así pues, qué remedio,
a todas dije que si. La experiencia fue tremenda. Tuve que dedicar,
lógicamente, aún más horas la
confección y arreglo de las prendas. En principio me organicé por prioridades,
es decir, arreglar o confecciona primero lo que más prisa corría. Pero fue
insuficiente. Tenía acumuladas un motón de bolsas, cada una con el nombre de la
correspondiente mamá. Aquello me puso al borde del ataque de ansiedad.
Estuve a punto de abandonar
definitivamente mis estudios en la UNED. No lo hice gracias al apoyo de Miguel,
un buen compañero de estudios. Él me traía a casa apuntes, fotocopias y, lo
mejor, su estímulo.
Ante aquella situación
de colapso, y teniendo en cuenta que el trabajo era mucho y no recibía ayuda
alguna, me sentía al borde del abandono. De dejarlo todo y volver a mi vida
anterior. Pero pensaba que, como había comprobado con el caso de Nieves, era un
ahorro importante para ellas el hecho de que yo, como podría haber sido otra,
me ocupara de la ropa de sus niños.
También sería bueno que las
madres se compraran una de esas máquinas de coser portátiles, que están muy
bien de precio, y cada una cosiera lo suyo bajo mi dirección
Esta idea me pareció
lo mejor. Visualicé un local, bien iluminado, en el que poner un taller con una
gran mesa de corte en el centro y las máquinas de las mamás colocadas en la
mitad del perímetro de la mesa, y yo en la otra mitad cortando prendas y
explicando cómo se hacían las cosas. El problema sería que habría que comprar
material y pagar un alquiler. Pero aún así, abonando esos gastos entre todas,
incluida yo, saldría mucho más barata la ropa que comprándolo en tiendas. Y más
barata que en las rebajas inclusive.
Plantee esta idea a
Nieves. Por el hecho de tener un coste no le pareció del todo buena. No tuve
más remedio que lanzarle un ultimatum: "sois vosotras o mi salud” –le dije
entre seria y enfadada por su reticencia.
Aceptó. Siempre
condicionada la idea a lo que dijeran las otras madres.
Las madres dijeron que
si. Y nos pusimos a buscar un local. Ardua tarea teniendo en
cuenta que los locales
son caros y el presupuesto de las madres escaso. Pero teníamos el ánimo alto y
no pensábamos cejar hasta conseguir un local a nuestro alcance.
Y lo encontramos. No
era una maravilla de local, pero era un local. Una antigua tienda de fruta y
verdura que llevaba años cerrada. Sucio hasta decir basta, paredes
desconchadas, viéndose los ladrillos... De pena. Aquello era de pena.
Pero bueno, estaba
bien situado, relativamente cerca del domicilio de las madres y el resto era
sólo cuestión de trabajar.
Cuando un grupo de
madres se propone dejar como una patena lo que está cochambroso, no hay máquina
pueda hacer el trabajo más rápido ni mejor.
Acostumbradas a no
llamar a nadie para solucionar las averías, pintura etc., de su hogar, sabían hacer de todo. Siempre
con el mismo objetivo: ahorrar. Ahorrar para la economía familiar.
En unos días
limpiaron, arreglaron grifos, pintaron paredes interiores y fachada. Excepto
los problemas eléctricos, para solucionar esos problemas llamaron a un
profesional de la electricidad.
Resumiendo, en una
semana estábamos instaladas. Una nueva etapa nacía y seguramente sería una
etapa todavía mejor.
El local donde
instalamos nuestro taller tenía una hermosa vidriera para exponer el género
cuando era frutería
Lo cubrimos con una
cortina blanca de tela fina pero no transparente. No queríamos convertirnos en
el espectáculo de los viandantes.
Como cualquiera que
ocupa un local tuvimos que pedir permiso de apertura. Lo denominamos
"Local de ocio para realizar manualidades sin ánimo de lucro". Qué
bonito sonaba.
En torno a las paredes
colocamos unas estanterías y allí situamos nuestros hilos, los frascos de
pintura para tela, cajas con retales de tela, cajas de zapatos aprovechadas
para contener cosas pequeñas como alfileteros, tijeras, etc.
Lo que no se pudo
conseguir fue la gran mesa que yo tenía en mente. Fue sustituida por mesas
baratas de mercadillo, pero una vez
colocadas daban el mismo servicio. Además se dejaron unas cuantas para los
niños. Por supuesto también se compraron las necesarias sillas.
Y es que el local nos
ofreció otra función en la que no habíamos pensado: la de guardería. Porque los
niños cuando salían del colegio se dirigían al taller en busca de sus madres
para merendar allí. Con este fin, les destinamos un espacio para merendar y hacer sus deberes bajo la
vigilante mirada de las madres.
Así fue cómo algunas
niñas de las mayores se fueron interesando por el mundo de la costura.
Se maravillaban cuando
una prenda salía de la plancha impecable, preciosa.
Preguntaban
continuamente: qué es esto. Esto para qué vale. Cómo se llama esto. Yo di orden
a las madres de que explicaran ampliamente las cosas cuando las niñas preguntaran.
Un día, una señorita
de 13 años poco amiga del estudio me dijo: - Tía. Yo quiero ser modelo. - ¿De
verdad? Y por qué no diseñadora -le dije-. Podrás inventar preciosos vestidos,
y organizar desfiles en todo el mundo, y podrás salir en las revistas como
Carolina Herrera y Ágata Ruiz. Claro que para eso tienes que saber idiomas,
sino se reirían de ti por no poder hablar en otros idiomas. Y tendrías que
estudiar en la Escuela de Diseño, donde enseñan cosas muy bonitas, pero para
eso tienes que terminar la secundaria al menos, comprendes?
Pasados unos días
recibí una llamada de la madre - Qué le has hecho a mi hija que se come los
libros -me preguntó entusiasmada.
-
Le he metido un virus en el disco duro. Pero no se lo digas - respondí sin poder contener
la risa.
Al poco tiempo otra de
las hijas, Begoña de 16 años, sustituyó a su madre en la máquina. Quería
aprender para hacer su ropa a su gusto.
También la de sus hermanos, claro. Begoña era una niña muy despierta que tardaría
muy poco en conocer los secretos del oficio.
Para el futuro ya
teníamos dos profesionales: una diseñadora y una jefa de taller.
Parecía que había
comenzado el relevo. La siguiente generación venía pisando fuerte.
Maravilloso. Como es
natural en los grupos, no todo fue alegre y bonito en nuestro taller. Nosotras
también tuvimos un problema que estuvo a punto de terminar con nuestra
sociedad.
Y es que algunas mamás
hicieron un uso abusivo de nuestro local: "que me voy a la peluquería y
llevo a los niños al local". "Que me voy a comprar el pedido del mes
y dejo a los niños en el taller".
Los niños, al estar
solos jugaban con las máquinas, llamaban a sus amigos, lo desordenaban todo...
Así que no tuve más
remedio que llamarles la atención: si las madres no cuidaban nuestro taller y
no se tomaban las cosas en serio, yo me iba. Porque el taller no era una
ludoteca. Todo cuanto allí había costaba dinero. Si se averiaban las máquinas y
llamábamos a un técnico nos cobraría hasta el desplazamiento. Los hilos,
costaban muy caros. El resto de cosas también. Las tijeras, alfileres, etc., no
eran juguetes de niños ni de niñas.
Resolví que los niños
siempre estuvieran en el taller acompañados de las madres y, hasta los 16 años
no podrían tener llave de la puerta del taller.
Mi treta del enfado
dio buenos resultados y todo continuó como antes.
El tiempo fue pasando
y algunas niñas más se fueron incorporando y desplazando a las madres.
Un día, conversando
sobre el futuro de nuestras chicas, los chicos nunca entraban en el taller,
nuevamente tuvimos una idea genial: aquél taller podría ser el medio de vida de
ellas, nuestras niñas.
Si se organizaban en
cooperativa podrían dedicarse a trabajar para el público confeccionando todo
tipo de ropa. El problema es que no sabíamos cortar. Pero bastaría con
inscribirse en una academia homologada de corte y confección. Aprenderían a
cortar y confeccionar prendas de vestir y de calle además de trajes de
noche, de novia, etc. Al ser homologada
la academia, obtendrían un título que les permitiría enseñar la materia al
resto de hermanas y amigas interesadas.
Las niñas se pusieron
como locas de alegría, todas querían hacer el curso. Pero como nuestro
presupuesto era escaso sólo podíamos pagar un sólo curso. Qué hacer. Todas
tenían el mismo derecho y la misma ilusión.
Como siempre la
bombilla se iluminó a tiempo: una haría el curso y después lo impartiría al
resto de las compañeras.
El sistema de elección
fue de lo más sencillo: pusimos en una cestita unos papelillos cada uno con un
número correspondiente a cada candidata. Salimos a la calle y pedimos a una
señora mayor que extrajera un número cualquiera. La agraciada, como loca, daba
saltos.
Mientras tanto, mi
compañero de estudios Miguel y yo, nos dimos cuenta un día de que lo nuestro no
era amistad y Mi treta del enfado dio buenos resultados y todo continuó como
antes.
El tiempo fue pasando
y algunas niñas más se fueron incorporando y desplazando a las madres.
Un día, conversando
sobre el futuro de nuestras chicas, los chicos nunca entraban en el taller,
nuevamente tuvimos una idea genial: aquél taller podría ser el medio de vida de
ellas, nuestras niñas.
Si se organizaban en
cooperativa podrían dedicarse a trabajar para el público confeccionando todo
tipo de ropa. El problema es que no sabíamos cortar. Pero bastaría con
inscribirse en una academia homologada de corte y confección. Aprenderían a
cortar y confeccionar prendas de vestir y de calle además de trajes de
noche, de novia, etc. Al ser homologada
la academia, obtendrían un título que les permitiría enseñar la materia al
resto de hermanas y amigas interesadas.
Las niñas se pusieron
como locas de alegría, todas querían hacer el curso. Pero como nuestro
presupuesto era escaso sólo podíamos pagar un sólo curso. Qué hacer. Todas
tenían el mismo derecho y la misma ilusión.
Como siempre la
bombilla se iluminó a tiempo: una haría el curso y después lo impartiría al
resto de las compañeras.
El sistema de elección
fue de lo más sencillo: pusimos en una cestita unos papelillos cada uno con un
número correspondiente a cada candidata. Salimos a la calle y pedimos a una
señora mayor que extrajera un número cualquiera. La agraciada, como loca, daba
saltos.
Mientras tanto, mi
compañero de estudios Miguel y yo, nos dimos cuenta un día de que lo nuestro no
era amistad y compañerismo sino que era amor. Y tras un tiempo saliendo
decidimos vivir juntos.
Al mismo tiempo
nuestra niña aprendía con gran provecho las enseñanzas del curso de corte y
confección con especial dedicación al módulo de alta costura, trajes de novia,
etc.
Cuando terminó el
curso, para obtener el diploma debía realizar, ella sola, sin ayuda de
nadie, una prenda. Sería
su "obra magna", como en la Edad Media cuando un oficial debía
hacer una obra para pasar a ser maestro.
¿Y qué eligió nuestra
niña? Un vestido de novia. Para eso se tenía que casar alguien. No tenía
sentido hacer un
traje de novia sin que
hubiera una novia. ¿Y quién tenía que ser la novia? Yo, por supuesto. Yo que a
los 12 años decidí no casarme tenía que hacerlo para complacer a la inminente maestra.
Mi temor era que me
pusieran lacitos, encajes en el vestido o, peor aún, una larga cola. Así que
disimuladamente sugería a nuestra protagonista ideas de cómo hacer el vestido.
Pedimos cita para la
boda en el Ayuntamiento. En el Ayuntamiento casaban en el salón de plenos que
era un salón precioso. Tenía tanta demanda por parte de las parejas que había
una larga lista de espera. Total, que nos tocó casarnos durante el invierno.
La "alta
costurera" dijo que no me preocupara que lo tenía todo controlado. Lo
cierto es que yo no había visto el
diseño porque estaba guardado con siete llaves como si fuera un secreto
de estado y mi inquietud iba en aumento, inquietud que despareció en la primera
prueba estando a solas con la creadora. Tuve que jurar por lo más sagrado que a
nadie le diría cómo era el vestido.
Y llegó el gran y frío
día de la boda. La expectación por ver a la novia era enorme.
La casi maestra llegó a mi casa con el vestido en
los brazos como quien lleva a un recién nacido: con mil cuidados.
La primera sorpresa
para los curiosos y curiosas fue que no era un vestido de novia, eran dos. O
mejor, era un vestido de novia más un abrigo de novia confeccionado a juego
y con la misma tela del vestido. La
diferencia es que al abrigo iba forrado.
El vestido era realmente precioso y elegante. En la línea que le indiqué y que
yo creí no tendría en cuenta.
No había lazos. No
había encajes... pero si había cola. El abrigo era maravilloso. Se abrochaba
por encima de la
cintura. El cuello era
grande y había que llevarlo levantado. Las mangas eran ajustadas al brazo. Y de
la espalda, desde los hombros, salía una larga cola rematada en semicírculo.
El conjunto de dos
piezas era lo más bello que había visto nunca en una novia. Y además era
exclusivo. Tanto porque fue exclusivamente realizado pensando en m, como por el
hecho de que fue obra de una de nuestras niñas.
Como si fuera una de
las madres lloré de la emoción. Yo misma me sorprendí
Una gran escalinata
conectaba la entrada del Ayuntamiento con el piso superior en el que estaba
ubicado el salón de plenos.
Y ahí, en esa
magnífica escalera, la maestra se tomó
su tiempo para colocar a la novia e inmortalizarla en hermosas fotografías
semejantes a las de la boda de una reina.
Mejores que las de una reina.
A partir de entonces,
de mi boda, de mi vestido de novia, de mis fotos, se produjo un punto de
inflexión que lo cambio todo.
En primer lugar
nuestras niñas lo tenían claro: se dedicarían a crear vestidos de novia. Sólo
vestidos de novia.
Nada de pantalones,
abriguitos o falditas. Vestidos de novia y nada más.
Lo segundo fue lo más
doloroso para las mamás y la monitora: nos echaron de nuestro local para
convertirlo en un taller, una tienda y una exposición aprovechando la gran
vidriera que daba a la calle.
¡Nos sentimos expoliadas y
atropelladas! ¡ De ningún modo pensábamos encerrarnos en casa...! Pero, eran nuestras niñas y por ellas
seríamos capaces de renunciar y
sacrificarnos.
Muy pronto nuestro
local se les quedó pequeño. Alquilaron otro mayor. Mientras tanto su marca
cobraba fama y prestigio.
En una urbanización
nueva, en la parte más joven y moderna
de la ciudad compraron no uno, dos locales contiguos en los que pusieron una tienda bellísima,
con probadores cuyas paredes estaban cubiertas con enormes espejos, en los que
las novias podían verse desde todos los ángulos, y toda clase de complementos:
velos, sobreros, zapatos, etc.
Más dentro estaba el
taller de diseño y al lado el de confección más una oficina para la
administración.
Todo ello manejado por
nuestras niñas. Estábamos muy orgullosas de ellas. Quién lo iba a decir...
Epílogo.
A veces me paso por
allí para deleitarme con aquella maravilla de tienda pero con el pretexto de
"informarme de cómo va todo".
Ellas que lo saben, en cuanto me ven llegar me dicen
"hola tía, ¿quieres un café?". Es su forma de decirme "siéntate
y no toques nada".
Yo hago como si no me
diera cuenta y respondo "si, cariño, largo de café y con leche
templada".
Me siento en una
butaca y me dedico a evocar aquel día en el que Nieves recibió como regalo una
máquina de coser, pidió mi ayuda y nuestras vidas cambiaron.
Un milagro. Es la
única explicación que se me ocurre.
demaribel

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