domingo, 1 de mayo de 2011

Sexo en una noche de verano.


Todo comenzó una calurosa mañana de primavera.

Por encargo de mi jefa fui al banco para realizar unas

transferencias.

Como las mañanas aún eran frías, fui a trabajar con ropa

invernal.

Sin embargo, a media mañana lucía un sol implacable.

Me ahogaba por la calle.

El calor que la ropa me proporcionaba era insoportable.

Entonces decidí entrar en una tienda para comprarme algo

ligero.

Como llevaba unas gruesas medias negras, me permití

comprarme una minifalda negra más corta de lo habitual en mí,

y un ligero jersey rojo de profundo escote en forma de V.

Qué alivio. Incluso parecía que había perdido peso.

Y así, con la ropa nueva puesta, y la usada en la bolsa, salí a la

calle.

Al principio no me di cuenta, pero lo cierto era que los hombres

me miraban mucho. Los que se cruzaban conmigo por la acera,

desde los coches...

y ¡cómo me miraban!

Era algo nuevo para mi. Algo que producía en mi interior una

grata, y hasta entonces desconocida, sensación de bienestar y

seguridad en mí misma.

Yo, una chica trabajadora, ilustrada y feminista !me sentía

halagada por el deseo que veía en la mirada de los hombres!

No podía ser verdad.

Pero era divertido.

Decidí jugar y hacer una prueba.

Entré en un bar y me senté en un alto taburete. Una vez

acomodada me crucé de piernas.

Increíble el resultado.

Me convertí en el centro de todas las miradas.

Los hombres me desnudaban, me devoraban con los ojos:

glúteos, canalillo, muslos… todo era intensamente mirado y,

puede que valorado y tasado.

Nunca en mi vida me había visto ni sentido sexi. En aquellos

momentos si que me sentía… y me encantaba.

Seguramente aquellos hombres pensaban que yo era una

prostituta que “promocionaba sus poderes”.

Nuevamente jugué.

Miré descarada e insinuante a aquellos hombres.

Entonces descubrí que algunos de ellos estaban tan bien que

no me hubiera importado tener allí mismo una relación sexual

y, si además me pagaban, sería un total disfrute.

Comencé a elucubrar: si yo fuera puta ¿sería una puta cara?

¿Cuánto pagaría cualquiera de los que están aquí por pasara

una hora conmigo? ¿Y una noche?

Y ¿por qué no probar aunque sólo fuese una vez? Sería

posiblemente una experiencia excitante y hasta adictiva.

Nadie lo sabría por supuesto, y yo, después, podría fantasear

evocando aquellos momentos.

Si. Por qué no probar...

Cuando fui a pagar mi consumición el camarero me dijo que no

necesitaba pagar, que estaba invitada. Vaya, a las putas les

salen gratis las consumiciones y además cobran dinero por

yacer con estos bombones ¡qué injusto!

Un instante después salí de allí precipitadamente. De pronto me

asusté.

Pensé, una vez en la calle, que sin duda había sufrido un

ataque de enajenación mental y que a eso se debía la tanda

de disparates que estaba haciendo y pensando.

Aún así, la idea rondaba, terca, por mi mente…

Llegaron las vacaciones de verano.

Unas vacaciones con amigas, en plan de chicas solas, es una

locura constante.

Todo está permitido. Yo, que era la más seria, me veía

obligada a controlarlas como si fuera una pastora.

Una noche quedamos en un pub. El local era estupendo: suaves

luces, suave música y bonita decoración.

Llegué antes que mis amigas, poco aficionadas a la

puntualidad, y decidí sentarme en un taburete de la barra para

tomar algo. No me gustaba eso de estar sentada sola en una

butaca. Me resultaba violento.

El extremo de la barra es mucho más discreto.

Yo vestía un elegante vestido de seda salvaje verde óxido que

hacía un bonito contraste con mi bronceado de cabina rayos

UVA. Calzaba sandalias de tacón de aguja color granate

conjuntadas con un fino collar y un pequeño bolso de mano del

mismo color granate.

Francamente, estaba muy atractiva.

Pedí una bebida ligera, era temprano y la noche se presentaba

larga.

Sin esperarlo alguien se sentó junto a mí. Era un hombre de

unos 30 años. De aspecto deportivo. Vestido con buen gusto.

Nos presentamos. Comenzamos a hablar de cosas en general.

Era buen conversador, yo disfrutaba oyéndole hablar. Pero

poco a poco nos fuimos metiendo en honduras y finalmente

llegamos a donde ambos queríamos llegar: al sexo.

Él alabó mis piernas, mi cuello, mi boca... Yo me dejaba querer.

Le pregunté si tenía el coche aparcado en un sitio discreto.

Respondió que si.

Salimos del pub cogidos por la cintura e intercambiando los

primeros besos.

Llegamos junto a su coche, un deportivo magnífico, aparcado

en una calleja cercana.

Cuando él me abrió la puerta, como en un sueño, es decir, cono

si no fuese yo la que hablaba, dije: son tantos euros. No sabía

si había dicho un disparate por mucho o por poco. Él asintió,

extrajo de su billetero de piel unos billetes y me pagó

anticipadamente. Guardé el dinero en mi bolsito y entré con él

en el asiento trasero de su coche.

En el primer momento fue la furia de arrojar la ropa.

Semidesnudos y ya sudorosos comenzamos a frotarnos

mientras nuestras bocas y lenguas recorrían presurosas cada

centímetro de piel desnuda. Él introdujo su mano entre mis

suaves y firmes muslos y mis piernas se abrieron

automáticamente. Él, tomándome por la cintura, me sentó

sobre su pelvis. Noté su pene en línea recta hacia el lado

izquierdo bajo su ropa. El latigazo del desenfrenado deseo

sacudió mi cuerpo y, como loca, comencé a frotarme contra

aquella joya aún oculta a mis ojos. Él correspondía a mis

movimientos cada vez más rápidos, y así seguí gimiendo y

sintiendo aquel miembro debajo de mi.

Abrazada a su cuello y musitando palabras a su oído, como en

furiosa carrera, cabalgamos en el paroxismo del placer hasta

caer agotados tras un simultáneo orgasmo cósmico.

No se cuanto duró pero me pareció delicioso. De las mejores

cosas que me habían pasado.

El coche estaba muy bien equipado. No se a que se dedicaría

aquel chico, pero era evidente que manejaba mucho dinero.

Todo en su entorno denotaba calidad y clase.

Me ofreció una bebida del bien equipado minibar. Tomé un

pequeño botellín de Martini rojo despacito, con un solo cubito.

No fumé tras el primero. Nunca fumo.

Conversamos distendidos. Parecíamos un par de amigos en

lugar de cliente y... ¿prostituta? Pues si, según mis actos así era:

una prostituta.

Parecía que el encanto ya se había roto y ninguno pensaba en

el sexo en aquellos momentos. Al menos yo no.

Deseaba irme. Volver a mi hotel, darme una ducha, cambiarme

de ropa y salir de nuevo a caminar por el paseo marítimo...

sola.

No me atreví. Pensé que tal vez la suma que había recibido

como pago por mis "servicios" me obligaba a permanecer allí

hasta que aquel atractivo demandante me despidiera.

De pronto, sin esperarlo, volvió el deseo. Bastó una intensa

mirada.

Esta vez las manos tomaron la iniciativa. Los dedos exploraron

nuestros cuerpos descubriendo recónditos lugares, suaves

desniveles, lugares de increíble suavidad…

Una vez recuperados de aquel éxtasis, nos vestimos, salimos del

choche y caminamos por la acera en silencio. Ya tenía claro lo

que debía hacer en aquella circunstancia: extraje de mi bolsito

el dinero recibido y se lo devolví asegurándome de que mi

tarjeta de visita ocupara un lugar de preferencia en su

billetero.

Breve fue mi experiencia como puta. Breve pero intensamente

placentera.

¡Qué bien sienta hacer una locura de vez en cuando!



Y todo tuvo su comienzo una calurosa mañana de primavera…

No hay comentarios: